“¡Venid! Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará sus caminos” (Is 2,3). Vosotros, las intenciones, deseos intensos, voluntad y pensamientos, afectos y todas las energías del corazón, venid, escalemos el monte, lleguémonos al lugar donde el Señor ve y se hace ver. Pero vosotros, preocupaciones, solicitaciones e inquietudes, trabajos y servidumbres, esperadnos aquí... hasta que, apresurándonos hacia este lugar, regresemos junto a vosotros después de haber adorado (cf Gn 22, 5). Porque será necesario regresar, y desgraciadamente, demasiado pronto.
Señor, Dios de mi fuerza, vuélvenos hacia ti, “restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20). Pero, Señor, ¡cuán prematuro, temerario, presuntuoso, contrario a la norma dada por la palabra de tu verdad y de tu sabiduría, es pretender ver a Dios con corazón impuro! Oh bondad soberana, bien supremo, guía de corazones, luz de nuestros ojos interiores, por tu bondad, Señor, ten piedad.
¡He aquí mi purificación, mi confianza y mi justicia: la contemplación de tu bondad, Señor bondadoso! Tú, Dios mío, dices a mi alma como solo tú lo sabes hacer: “Tu salvación soy yo” (Sal 34,3). Rabboni, maestro y aleccionador soberano, tú, el único doctor capaz de hacerme ver lo que deseo ver, di a este ciego mendigo:“¿Qué quieres que haga por ti?” Y tú, que me das esta gracia, sabes bien..., con qué fuerza mi corazón exclama: “¡Te he buscado, Señor; buscaré siempre tu rostro! No me escondas tu rostro” (Sal 26,8).
Señor, Dios de mi fuerza, vuélvenos hacia ti, “restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20). Pero, Señor, ¡cuán prematuro, temerario, presuntuoso, contrario a la norma dada por la palabra de tu verdad y de tu sabiduría, es pretender ver a Dios con corazón impuro! Oh bondad soberana, bien supremo, guía de corazones, luz de nuestros ojos interiores, por tu bondad, Señor, ten piedad.
¡He aquí mi purificación, mi confianza y mi justicia: la contemplación de tu bondad, Señor bondadoso! Tú, Dios mío, dices a mi alma como solo tú lo sabes hacer: “Tu salvación soy yo” (Sal 34,3). Rabboni, maestro y aleccionador soberano, tú, el único doctor capaz de hacerme ver lo que deseo ver, di a este ciego mendigo:“¿Qué quieres que haga por ti?” Y tú, que me das esta gracia, sabes bien..., con qué fuerza mi corazón exclama: “¡Te he buscado, Señor; buscaré siempre tu rostro! No me escondas tu rostro” (Sal 26,8).
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