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jueves, 13 de noviembre de 2014
Experimentamos durante nuestra vida cristiana, pero sobre todo si hemos emprendido un camino interior de oración, euforias y depresiones, estados interiores de paz o de inquietud, etc, de duración e intensidad variables. Prescindiendo de un origen, debemos saber que todo lo que nos sucede está querido o permitido por Dios para nuestro bien. Sin embargo, para evitar los riesgos que suelen originar estas experiencias, nos conviene aprender a comportarnos en ellas, desarrollando nuestro discernimiento espiritual. Es conveniente y aún necesario psicológicamente que atravesemos por crisis de consuelos y desconsuelos, por tiempos de consolación o de aridez, provenientes del propio temperamento y de otras causas. Dios permite la consolación y la desolación para ayudarnos a llegar a la madurez de los hijos de Dios, por el ejercicio progresivo de la fe, de la esperanza y de la caridad. Es importante que nos acostumbremos a vivir, desde ahora, mas que de sentimientos, de las virtudes teologales; pues "ahora subsisten tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad; pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1 Cor 13,13). Pues el amor nos acompañará toda la eternidad. Y sabemos que "el amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener gran desnudez y padecer por el Amado". (San Juan de la Cruz). "El discernimiento presupone la vida de una Iglesia que está llena de poderes sobrenaturales y manifestaciones de la presencia de Dios. La misma riqueza de la actividad divina hace surgir a la superficie las fuerzas del mal, y es también un campo para la actividad religiosa desviada".(Mons. Vincent Walsh). En el ambiente mundano de creciente indiferencia religiosa en que vivimos, nadie se interesa en discernir el origen divino, humano o diabólico de las motivaciones o impulsos; pero al cristiano que está entregado a Jesús como SEÑOR de toda su vida le importa mucho precaverse del engaño y percibir con gozo cuándo "es el Señor" (cf. Jn 21,7).
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